Y aquí estoy, en mi estudio. Cuando entro en él suelo inspirar profundamente, intentando empaparme del embriagador aroma que inunda el aire (aroma al que la gente suele llamar vulgarmente “peste a disolventes, barnices y pintura”, pero que a mí me encanta).
Ya que es muy probable que la mayoría de las entradas de este blog las haga desde aquí, creo que es justo que te ponga en situación y te presente la que es “mi guarida”, mi lugar de trabajo. A mi alrededor caballetes, carpetas, lienzos y pinceles, espátulas, herramientas varias, pinturas, botes de esto y de aquello, pigmentos, esbozos a carboncillo, libros, apuntes y, sobre todo, manchas de pintura, gotas y más gotas por suelo y paredes que le ofrecen ese carácter tan particular y lo hacen especialmente acogedor. No es un lugar apto para remilgados ni maniáticos del orden y la limpieza… pero es ideal para dejarse llevar y disfrutar de la pintura sin preocuparse por si se mancha algo, de hecho ensuciarse es parte de la diversión. Al entrar al estudio hay dos cosas que son imprescindibles para mí: la primera poner música, y la segunda quitarme los zapatos. Trabajar descalza me da sensación de libertad y por el irrisorio precio de acabar con los pies negros.
Descalza, borracha de disolventes y con las manos llenas de pintura te doy la bienvenida a mi estudio, mi pequeño rincón de mundo desde el que mi imaginación alza el vuelo en libertad.